Primero que todo, perdóneme que hable sentado, pero la verdad es que
si me levanto corro el riesgo de caerme de miedo. De veras. Yo siempre
creí que los cinco minutos más terribles de mi vida me tocaría pasarlos
en un avión y delante de 20 a 30 personas, no delante de 200 amigos como
ahora. Afortunadamente, lo que me sucede en este momento me permite
empezar a hablar de mi literatura, ya que estaba pensando que yo comencé
a ser escritor en la misma forma que me subí a este estrado: a la
fuerza. Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta
asamblea: traté de enfermarme, busqué que me diera una pulmonía, fui a
donde el peluquero con la esperanza de que me degollara y, por último,
se me ocurrió la idea de venir sin saco y sin corbata para que no me
permitieran entrar en una reunión tan formal como esta, pero olvidaba
que estaba en Venezuela, en donde a todas partes se puede ir en camisa.
Resultado: que aquí estoy y no sé por dónde empezar. Pero les puedo
contar, por ejemplo, cómo comencé a escribir.
A mí nunca se me había ocurrido que
pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de estudiante, Eduardo Zalamea
Borda, director del suplemento literario de El Espectador
de Bogotá, publicó una nota donde decía que las nuevas generaciones de
escritores no ofrecían nada, que no se veía por ninguna parte un nuevo
cuentista ni un nuevo novelista. Y concluía afirmando que a él se le
reprochaba porque en su periódico no publicaba sino firmas muy conocidas
de escritores viejos, y nada de jóvenes en cambio, cuando la verdad
—dijo— es que no hay jóvenes que escriban.
A mí me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis
compañeros de generación y resolví escribir un cuento, no más por
taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda, que era mi gran amigo, o al
menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté y escribí el
cuento, lo mandé a El Espectador. El segundo susto lo
obtuve el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página
estaba mi cuento con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que
se había equivocado, porque evidentemente con “ese cuento surgía el
genio de la literatura colombiana” o algo parecido.
Esta vez sí que me enfermé y me dije: ¡En qué lío me he metido!” ¿Y
ahora qué hago para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea Borda?” Seguir
escribiendo, era la respuesta. Siempre tenía frente a mí el problema de
los temas: estaba obligado a buscarme el cuento para poderlo escribir.
Y esto me permite decirles una cosa que compruebo ahora, después de
haber publicado cinco libros: el oficio de escritor es tal vez el único
que se hace más difícil a medida que más se practica. La facilidad con
que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse
con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página. En cuanto a mi
método de trabajo, es bastante coherente con esto que les estoy
diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder escribir ni qué voy a escribir.
Espero que se me ocurra algo y, cuando se me ocurre una idea que juzgo
buena para escribirla, me pongo a darle vueltas en la cabeza y dejo que
se vaya madurando. Cuando la tenga terminada (y a veces pasan muchos
años, como en el caso de Cien años de soledad que pasé diez y nueve años
pensándola), cuando la tengo terminada repito, entonces me siento a
escribirla y ahí empieza la parte más difícil y la que más me aburre.
Porque lo más delicioso de la historia es concebirla, irla redondeando,
dándole vueltas y revueltas, de manera que a la hora de sentarse a
escribirla ya no le interesa a uno mucho, o al menos a mí no me interesa
mucho.
Les voy a contar, por ejemplo, la idea que me está dando vueltas en
la cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo ya bastante
redonda. Se las cuento ahora, porque seguramente cuando la escriba, no
sé cuando, ustedes la van a encontrar completamente distinta y podrán
observar en qué forma evolucionó. Imagínense un pueblo muy pequeño donde
hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija menor de
14. Está sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una
expresión muy preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella
responde: No sé, pero he amanecido con el pensamiento de que algo muy
grave va a suceder en este pueblo”.
Ellos se ríen de ella, dicen que esos son presentimientos de vieja,
cosas que pasan. El hijo se va a jugar billar, y en el momento en que
va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice: “Te
apuesto un peso a que no la haces”. Todos se ríen, él se ríe, tira la
carambola y no la hace. Pago un peso y le pregunta: ¿Pero qué pasó, si
era una carambola tan sencilla? Dice: “Es cierto, pero me ha quedado la
preocupación de una cosa que me dijo mi mamá esta mañana sobre algo
grave que va a suceder en este pueblo”. Todos se ríen de él y el que se
ha ganado el peso regresa a su casa, donde está su mamá y una prima o
una nieta o en fin, cualquier parienta. Feliz con su peso dice: “Le gané
este peso a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto”. “¿Y
por qué es un tonto?”. Dice: “Hombre, porque no pudo hacer una carambola
sencillísima estorbado por la preocupación de que su mamá amaneció hoy
con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”.
Entonces le dice la mamá: “No te burles de los presentimientos de los
viejos, porque a veces salen”. La parienta lo oye y va a comprar carne.
Ella dice al carnicero: “véndame una libra de carne” y, en el momento
en que está cortando, agrega: “Mejor véndame dos porque andan diciendo
que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero
despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de
carne, le dice: “Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que
algo muy grave va a pasar, y se está preparando, y andan comprando
cosas”.
Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mire, mejor deme
cuatro libras”. Se lleva cuatro libras y para no hacer largo el cuento,
diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se
vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el
mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las
actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre.
Alguien dice: “Se han dado cuenta del calor que está haciendo?”. “Pero
si en este pueblo siempre ha hecho calor”. Tanto calor que es un pueblo
donde todos los músicos tenían instrumentos remendados con brea y
tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a
pedazos. “Sin embargo —dice uno— nunca a esta hora ha hecho tanto
calor”, “sí, pero no tanto calor como ahora”. Al pueblo desierto, a la
plaza desierta, baja de pronto un parajito y se corre la voz: “hay un
pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el
pajarito.
“Pero, señores, siempre ha habido pajaritos que bajan”. “Sí, pero
nunca a esta hora”. Llega un momento de tal tensión para los habitantes
del pueblo que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de
hacerlo. “Yo sí soy muy macho —grita uno— yo me voy”. Agarra sus
muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la
calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en
que dicen: “Si este se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos”, y
empiezan a desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas, los
animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: “Que
no venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda de nuestra casa” y
entonces incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un
tremendo y verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y en medio de
ellos va la señora que tuvo el presagio clamando: “Yo lo dije, que algo
muy grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca”.
*Discurso pronunciado el 3 de mayo de 1970 en Caracas, Venezuela. Fragmento extraído de "Yo no vengo a decir un discurso", Sudamericana, 1° edición 2010.
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