Llamar a la mentira "la no verdad" es un pésimo eufemismo. Pero es una forma de hacerlo. Es una de las tantas formas caprichosas de hacerlo. Es, básicamente, la riqueza a la hora de apropiarnos de las palabras lo que me permite ser un mentiroso o no serlo. Ser un buen o mal periodista. Hace apenas unos días le decía a mis alumnos que somos un montón de discursos todos en uno. Mezclados. Amontonados. Algunas veces coherentes, otras no. Nuestro principal recurso es la palabra: la propia y la ajena. Hoy pareciera que nuestra materia prima por excelencia entra en debate, asume cuestionamientos. Bienvenidos. Bienvenidos si aportan claridad y veracidad para la verdadera construcción social. Porque resulta interesante reflexionar acerca de la mentira y la verdad en el periodismo es que les acerco estos dos textos: por un lado, el de Margarita García Robayo http://www.margaritagarciarobayo.com/blog/archivos/762 "El dilema de la mentira" y, el otro, de Eliezer Budasoff "El hombre que se convirtió en espejo", publicado por la revista Soho http://www.soho.com.co/zona-cronica/articulo/el-hombre-convirtio-espejo/26277 . Me parece clave no olvidarnos de lo que alguna vez dijo el magistral Ryszard Kapuscinski: "El verdadero periodismo es
intencional, a saber: aquel que se fija un objetivo y que intenta provocar
algún tipo de cambio. No hay otro periodismo posible".
El dilema de la mentira
Por Margarita García Robayo
Así como en Hollywood los escándalos suelen estar hechos de
infidelidades, en el mundo periodístico están hechos de mentiras. Hace
unas semanas, la biografía del polaco Ryszard Kapuscinski, escrita por
su colega y amigo Artur Domoslavski, instaló –otra vez– la discusión
sobre la mentira en el periodismo: “Algunos de los libros de Richi no
pertenecen al estante de no-ficción”, dijo el biógrafo. Días después,
apareció un caso más extremo, el de Tommaso Debenedetti, un periodista
italiano que parece haber inventado una buena cantidad de entrevistas a
escritores famosos: Philip Roth, John Grisham, Nadine Gordimer, Le
Clézio, entre otros. El debate se encarnizó.
Entonces me acordé de un
famoso caso en la Argentina, bastante parecido al de Debenedetti: se
llamaba Nahuel Maciel y era mapuche (o eso decía él). En sus fantasías,
Nahuel entrevistó –y publicó en el diario donde trabajaba, El Cronista– a
Vargas Llosa, Onetti, Umberto Eco, Ray Bradbury, García Márquez (cuya
entrevista se volvió libro) y otros. Cuando todo se supo, el mapuche fue
repudiado y se autoexilió en las lejanas tierras de Entre Ríos, y ahora
es un líder ambientalista. Así, deben de haber millones de historias
que hacen pensar que la mentira es a los periodistas lo que las niñeras a
los maridos de Hollywood: una maldita tentación.
Trabajé varios años en una fundación de periodismo que queda en
Cartagena. Se llama Fundación Nuevo Periodismo, la preside García
Márquez y la dirige un señor genio llamado Jaime Abello Banfi. Fui
testigo de muchas discusiones respecto de este tema –una de ellas
provocada por la postulación del mentado Maciel a un taller– y lo que
puedo decir es que la fundación es absolutamente proverdad, que no es
para nada laxa en estas cuestiones; pero, sobre todo, es un lugar donde
se reflexiona sobre las cosas que afectan el oficio periodístico y sus
maestros suelen tener opiniones diversas sobre asuntos fundamentales.
Recuerdo a Francisco Goldman diciendo en un taller algo así como (aclaro
que no es una cita exacta, ya que estamos): “Cuando en mi investigación
me encuentro con un solo hueco que no puedo llenar con datos verídicos,
nace un texto de ficción”; o a Jon Lee Anderson contando cómo en The
New Yorker –cuyos fact-checkers son fundamentalistas de la verdad– le
podían parar una nota durante meses porque no podía confirmar el nombre
exacto de una flor que había en un jardín afgano. Pero también vi de los
otros: de los que decían que, si hay huecos, que se llenen con
situaciones creíbles; y que el nombre de una flor importa menos que
nada. Es decir, no hay una carta de principios ni dogmas
preestablecidos, hay deliciosas jornadas de reflexión alternadas con
meriendas tropicales.
Hecha esa precisión, puedo decir que, al menos yo –mera oyente–, no
llegué nunca a anclarme en una postura única sobre el límite entre la
ficción y la no ficción en textos periodísticos. Me parece que es
difícil pensar eso en abstracto. Adoré los libros de Kapuscinski y
enterarme de que algunos detalles podían no ser reales no me hizo ni
cosquillas. Lo de los plagios es distinto porque allí ni siquiera hay un
esfuerzo creativo, es un vulgar robo –y no hay nada más triste que la
falta de creatividad y de ingenio en alguien cuyo trabajo depende en
buena medida de eso–. Un periodista que plagia es, además de un
delincuente, un tonto; un periodista que inventa puede llegar a ser un
inmoral, un delincuente incluso (porque su invento suele afectar a un
tercero: al entrevistado ausente, por ejemplo), pero el resultado de su
invento es lo que determinará, en última instancia, si es un tonto
irremediable o un tipo talentoso pero mitómano, o si es alguien sin ton
ni son que arriesgó su credibilidad en vano. Puede que en el periodismo
haya demasiados debates éticos a priori; supongo que se necesitan para
ir estableciendo códigos en el oficio. Pero supongo también que
–independientemente del oficio– debería bastar con aplicar el principio
simple de la transparencia: yo soy fulano y esta historia es una
invención. Y si es una buena historia encontrará editores que la
publiquen y lectores que la lean. Quizá ya no le llamen a eso
periodismo, pero a quién le importa: la etiqueta “periodismo” no es, así
solita, sinónimo de pieza magistral.
Pero los detalles son otra cosa y lo malo de estas discusiones es que
todo se confunde y se salpica. Los detalles, para mí, están en función
de la historia. Si a la historia le ayuda que una nena fea lleve un
lindo lacito en su cabeza amorfa, no estoy en contra de ponérselo. Según
el canon más clásico, eso no es periodismo; según el canon más clásico,
la etiqueta de un periodista que hace eso vendría adjetivada:
“periodista mentiroso”. Por eso, con perdón, desconfío de los cánones y
de las etiquetas y de los estantes de libros categorizados: porque no
piden contexto, al contrario, exigen reducciones. Pero parece que el
mundo necesita las etiquetas para no confundir arena con harina; porque
están los Debenedetti y los Maciel, mentirosos compulsivos o bromistas
sofisticados, vaya a saber, que revuelven el frasco denso de los códigos
y alguien, muchos, todos, tienen que salir a aclarar lo obvio: señores
periodistas, mentir está mal –así dicho, quién podría oponerse–. Y con
eso, al menos por un rato, consiguen salpicar las mejores historias.
El hombre
que se convirtió en espejo
Por Eliezer
Budasoff
Nahuel Maciel no se llama Nahuel Maciel ni habló nunca con
García Márquez, Vargas Llosa o Carl Sagan, aunque publicó entrevistas con ellos
en la prensa argentina. Crónica que acaba de ganar el premio Las Nuevas Plumas,
sobre un periodista fantástico en todo el sentido de la palabra.
El Mesón de Jeremías es un restaurante que no existe, ubicado
en un punto preciso de la costanera de Gualeguaychú, frente a la isla Libertad.
Lo inventó Nahuel Maciel, que no se llama Nahuel Maciel, para poder escribir
sobre cocina en el diario El Argentino: los clientes de Jeremías nacían al
llegar al lugar y morían un párrafo después del proceso de cocción, una vez
agotadas sus historias de pasiones cotidianas, la receta, el espacio disponible
para el texto.
—Algunos lectores llamaron al diario para saber cómo podían
llegar al restaurante –dice Maciel, mirando hacia el río. Es de noche, la
orilla está iluminada.
—En un momento llegó a haber como diez o quince personas que
aseguraban que habían comido en el mesón de Jeremías. Era una ficción, ¡un
recurso!
Maciel abandona una sonrisa a mitad de camino y apura el
cigarrillo. Lo tira. Lo pisa.
—Pero claro, algunos ya preguntaban: “¿Volviste a las
andanzas, Nahuel?"
A principios de los noventa, Nahuel Maciel se convirtió en
leyenda por plagiar e inventar con eficacia, sin vacilación, largas entrevistas
a personalidades como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Juan Carlos
Onetti y Carl Sagan, que fueron publicadas entre 1991 y 1992 por el suplemento
de cultura de El Cronista. Los hechos a los que nos referimos ocurrieron hace
dos décadas, en Buenos Aires, y se prolongaron algunos años en Paraná, capital
de Entre Ríos, donde se fue a vivir después del hito más conocido de su pasado,
lo que se considera el punto más elevado al que lo llevó el ciclo ascendente de
la mitomanía: en 1992, ante una sala repleta de 500 personas, el joven Maciel
presentó en la Feria del Libro de Buenos Aires Elogio de la utopía, una edición
de conversaciones ficticias o copiadas con García Márquez, prologada por un
texto de Eduardo Galeano que Galeano nunca escribió, con un prefacio a cada
capítulo plagiado casi literalmente de un libro del sacerdote argentino Mamerto
Menapace, a cuyos textos les había cambiado la palabra ‘Dios’ por ‘utopía’.
Nahuel Maciel tiene 47 o 48 años, y hace más de diez que
trabaja en Gualeguaychú, una ciudad entrerriana de 90.000 habitantes, en el
límite con Uruguay, famosa en el país por sus carnavales. Un lunes de agosto de
2011 le pregunté si había nacido en Entre Ríos. Estábamos en su oficina, en la
redacción del diario El Argentino, sin grabadores. “No –me dijo–, no sé, no
sé”, y su mirada se tornó esquiva un instante. En otra vida llegó a tener
varios documentos, dijo. En el de ahora, ha dicho, figura como Arquímedes
Benjamín Maciel. Pero hace veinte años que firma las notas con el mismo nombre.
Nahuel Maciel, que no se llama Nahuel Maciel, no se cambió el
nombre.
“El pasado te alcanza siempre”, me dijo esa tarde.
Nahuel Maciel no quiere que escriba sobre él.
“Estoy cansado, flaco”, me dijo.
“Me han matado”.
El último que mató a Nahuel Maciel fue Eduardo
Montes-Bradley, un polemista argentino que hace documentales, porteño por
adopción, cuya perspectiva particular de la realidad nacional, en este caso,
podría describirse como la mirada de un turista extranjero indignado: una
señora pituca de Buenos Aires que acaba de volver al país después de unas
largas vacaciones en Miami, y todo lo que ve a su alrededor le genera pánico
moral y rechazo estético. Así es como suena. En 2004, Montes-Bradley leyó una nota
sobre Maciel en la revista Noticias, ‘El gran simulador’, y se fue a
Gualeguaychú con una cámara, a buscar una complicidad que no halló. “Habla el
más exquisito embaucador del periodismo, tras años de anonimato. La increíble
historia del hombre que inventó hasta un libro con García Márquez”, decía la
presentación de la nota, y llevaba la firma de Emilio Fernández Cicco,
periodista conocido por postular “una forma salvaje de hacer crónicas” (el
“periodismo border”) basada en la experiencia directa. Era un diálogo
telefónico grabado a distancia, redactado con la aparente pretensión de ocultar
con sarcasmo una mirada superficial.
—¿A vos te costó encontrarme? –pregunta Nahuel Maciel apenas
se sienta en la mesa del bar. Es la primera vez que nos vemos. La pregunta es
retórica–. ¿Viste? Después sale que estoy escondido. Que estoy en el anonimato:
todas las semanas firmo mis notas con el mismo nombre. Trabajo en una empresa
que cumplió 100 años. Cada vez que quise contar que estoy agradecido (porque
había que tener huevos para tomarme entonces, cuando me tomaron en El
Argentino), sale que estoy escondido.
—Pero yo no pondría esas cosas.
—Sí, todos dicen lo mismo. Te puedo hablar de la mala praxis
con nombre y apellido. Te puedo hablar de la confianza, porque la perdí en mí
mismo. Yo escribía algo y decía: “Pero ¿esto es mío o creo que es mío y lo
leí?”. Tuve que laburar mucho la confianza en mí. Y después tenés que bancarte
que cualquier boludo venga a cobrarte una factura, y vos ni lo conocés. ¿Y vos
quién sos?
Eduardo Montes-Bradley. Su ‘documental-ensayo’ El gran
simulador, presentado en Uruguay como No a los papelones, se estrenó en Punta
del Este en enero de 2007, en pleno conflicto argentino-uruguayo por la
instalación de una inmensa fábrica de pasta de celulosa en Fray Bentos, frente
a Gualeguaychú, del otro lado del río Uruguay. Montes-Bradley sale de Buenos
Aires, maneja 226 kilómetros, llega a Gualeguaychú, se escandaliza porque ve
carteles rotos en las calles, busca a Nahuel Maciel, se frustra por su modo de
reconocer el pasado, busca polémica entre los ambientalistas, se escandaliza
con la clase media entrerriana, se burla de sus argumentos contra la
contaminación, busca a Nahuel Maciel, se frustra porque habla en serio de sí
mismo, filma íconos religiosos en la ruta, y todo eso lo lleva a concluir que
“la simulación y la impostación en este país son extraordinarias”, y que sus
compatriotas son unos imbéciles, y todo eso lo escandaliza y lo frustra
muchísimo. Uno no entiende por qué en las críticas del film se repiten tanto
las palabras ‘provocador’ y ‘provocación’.
—Buscá ‘prestigio’ –dice Maciel, y me pasa uno de los libros
marrones que forman una pila en su escritorio, al lado de la computadora. Es
una edición vieja, en tomos, del diccionario de la Real Academia, con tapas
semiduras y ribetes descoloridos por el uso, por el paso del tiempo.
—“Prestigio: del latín preaestigium… Engaño, ilusión o
apariencia con que los prestigiadores emboban y embaucan al pueblo…”.
—¿Viste? Cuando te dicen que alguien es “un prestigioso
periodista”, hay que tener cuidado con lo que están diciendo.
Me mira de reojo.
—Y este no es un diccionario que escribió Nahuel Maciel, eh.
Nahuel Maciel, que no se llama Nahuel Maciel, es un personaje
trágico y un hombre feliz.
* * *
—A Paraná cayó a principios del 93. Nosotros hacíamos el
semanario, pero ya estábamos con el proyecto del diario. Cayó con los libros
que había publicado con El Cronista: se conoce el de García Márquez, pero tenía
más, como cuatro o cinco. Vino a preguntar qué podía hacer. Y yo lo puse a
capacitar gente.
Dice Daniel Enz, director del Semanario Análisis de Paraná y
exdirector de Hora Cero, el diario donde Maciel empezó a trabajar cuando se fue
de Buenos Aires.
—Justo me faltaba alguien que me ayudara a preparar gente
para la redacción del Hora Cero. ¿Entendés? Entonces lo puse a hacer una
especie de taller intensivo para varios, que fue lo que hizo durante tres o
cuatro meses. Y lo hizo bien. Al loco le gusta enseñar. Además, Nahuel es bueno
en eso: tiene mucha parla.
“Me presentan un tipo morocho, de barba, flaquísimo, muy
locuaz pero a la vez muy tímido, de gestos muy suaves, de palabras muy suaves y
cuidadosas, muy caballero. Muy seductor: no solo con las mujeres sino con todo
el mundo, incluso con los niños. Y de veras que tenía una impronta muy
diferente a todos nosotros. Maciel era de una madera distinta. Pero a todo esto
lo puedo ver ahora. Lo puedo leer ahora, después del paso del tiempo”, dice
Marcela Canalis, y en realidad logra que su descripción tenga el destello de un
trance, que es como recuerda esos años: con la consistencia de una atmósfera
cálida, un poco alucinada, que no se diluye a pesar de los ruidos de la esquina
más transitada de Paraná un lunes a mediodía.
En 1993, Marcela Canalis regresó a vivir al Litoral argentino
después de pasar ocho años en Buenos Aires, y Enz la convenció para que se
sumara al proyecto de Hora Cero, donde terminó al frente de las producciones
especiales. Canalis tenía experiencia en gestión cultural y en televisión, pero
nunca había hecho gráfica. Esos primeros días le pidieron que ayudara a
organizar los talleres que iba a dar Nahuel Maciel, un periodista recién
llegado, que venía con credenciales de Le Monde.
—Él mantenía una distancia con nosotros. Era un profesor, y
realmente lo era. Asumió ese rol entonces, como luego asumió un montón de otros
roles. En ese momento, cuando estaba en la cresta de la ola, él era el
personaje que vos querías que él fuera.
“¿Un indio mapuche que hace entrevistas por fax? El concepto
no podía ser más fascinante. Tenía ese contraste que tanto nos seduce a los
periodistas: esa mezcla del mundo primitivo y la hipercivilización”, escribiría
después Mario Diament, exdirector de El Cronista, en una versión de la historia
que publicó en 1996 en la revista Noticias.
La primera vez que Maciel apareció en la redacción de El
Cronista, cuenta Diament, fue a finales de 1991, una mañana que a la editora de
El Cronista Cultural se le había caído su nota principal: “Se presentó como un
indio mapuche que había escrito artículos para Le Monde de París y el National
Geographic, algunas de cuyas fotocopias traía consigo para probarlo. Venía a
ofrecer –dijo– una entrevista con Mario Vargas Llosa que había realizado vía
fax, lo cual, para una editora que ve pulverizarse la nota principal del
suplemento, caía como maná del cielo”.
El pasado mítico de Nahuel Maciel (su crianza o filiación
indígena, su conexión con grandes figuras literarias y con medios gráficos
internacionales) operó con la misma eficacia cuando apareció por primera vez en
El Cronista, en Buenos Aires, y cuando llegó a Paraná, dos años después. En
Entre Ríos, sin embargo, se reconoce como un plus, como una atenuante y un
rasgo de genialidad a la vez, el hecho de que la prensa porteña haya sucumbido
primero, tan voluntariamente, a la figura del descendiente de mapuches que
hacía entrevistas por fax; el hecho de que Maciel hubiera penetrado tan
limpiamente en las grandes estructuras de la capital, que se suponen más
evolucionadas e inaccesibles. Una mirada igualmente improductiva para la
realidad de Nahuel Maciel, que solo reconoce como motor íntimo la mezcla fatal
de insatisfacción y locura que cargaba esos días.
—Yo tuve mil oportunidades de zafar en el 92. Podría haber
dicho: “Con esto demostré la mediocridad, primero, del mercado cultural
argentino y, segundo, la debilidad del sistema, que cualquier cosa se publica”.
Y quedaba como un capo. Primero me iban a hacer papilla nacional, pero después
me convertía en un héroe: el caso va a la universidad y se estudia. Pero era
mentira. Yo sabía que no era así. Aquello fue un error. ¿Cuál fue el error? No
separar entre la fantasía y la realidad.
“Error involuntario”, dice Maciel, es una expresión redundante.
Y pone en marcha el auto.
* * *
En diciembre de 1995, Eduardo Galeano publicó una nota en el
semanario uruguayo Brecha –‘Resignación’–, en la que narraba el hallazgo del
prólogo que supuestamente había escrito para el libro de Maciel: se había topado
con Elogio de la utopía por casualidad, en una biblioteca de Estados Unidos,
tres años después de su publicación. Galeano, que nunca escribe prólogos,
advertía al comienzo de este prólogo: “Es tarea y es propio de los maestros
prologar las obras de sus discípulos, pero lo cierto es que no considero a este
joven periodista como un discípulo, puesto que casi siempre es él quien me
enseña”. En Argentina, los libros se habían quitado de circulación tiempo
después de la presentación: fueron recuperados y quemados ante escribano
público cuando el sacerdote Mamerto Menapace envió a los editores las pruebas
del plagio.
En junio de 1996, a seis meses de la nota de Galeano, Mario
Diament publicaba su versión del paso de Maciel por la redacción de El
Cronista. Allí, en su texto ‘Inventando a Gabo’ decía lo siguiente sobre el
libro que había derivado en la ruptura definitiva del idilio con Maciel: “No
pude asistir a la presentación, pero pregunté al día siguiente cómo había
salido todo, y si Galeano había estado presente, y todo el mundo me aseguró que
sí”.
Los finales de las relaciones también tienen un mito de
origen. Para Diament, por ejemplo, la relación con Maciel se comenzó a
derrumbar con un muerto: Shmuel Yosef Agnón, escritor israelí que recibió el
Nobel de Literatura en 1966, fallecido en 1970. Una tarde, escribe Diament,
cuando Maciel ya se había convertido en colaborador permanente de El Cronista,
Nahuel se le acercó en la redacción para preguntarle si le interesaba “una nota
con el premio Nobel israelí I. S. Agnón”:
—¿Él quiere hacerla? –le pregunté.
—Bueno, se puede intentar –me respondió, masticando su bigote
como solía hacerlo–. Tengo buenos contactos.
—Tienen que ser muy buenos –le dije–, porque resulta que
Agnón está muerto.
“Se quedó cortado un momento, y luego murmuró: ‘No lo
sabía’”, cuenta.
Y también cuenta esto: que después de ese episodio, que había
profundizado sus inquietudes, Maciel publicó en El Cronista una entrevista más,
a Juan Carlos Onetti –que era conocido por su aversión a las entrevistas–,
antes que “se impusiera una veda a la publicación de sus notas”.
—Yo siempre me peleo con los periodistas porteños: ninguno
hizo nada para ver cómo lo sacaban adelante a Nahuel. Todos lo condenaban, pero
ninguno hacía nada. Cuando yo cuento la historia, todo lo que hicimos con
Nahuel y cómo se recuperó, los porteños no saben dónde meterse. Se meten la
lengua en el ojete –dice Enz–. Y terminan pidiendo perdón.
Hay tres cosas que cualquier periodista de Entre Ríos sabe
sobre Daniel Enz: que su furor por el periodismo es ingobernable, que sus
empresas han sido duras pagadoras, y que su reflejo de protección a quienes
considera en situación de extrema debilidad es instintivo y está por fuera de
todo cálculo. Para mayo de 1994, cuando comenzó a salir a la calle Hora Cero,
el rango de Maciel en la estructura de la redacción había entrado en
transición. “Lo puse al frente de un suplemento de la zona de La Paz (interior
de Entre Ríos). Él coordinaba todo eso y hacía una contratapa. Ahí encontramos
que su contratapa tenía similitudes con algunas notas de Soriano. Entonces yo
empiezo a averiguar: ahí me entero”, dice Enz.
Un llamado a un colega en Francia confirmó que Maciel no
trabajaba para Le Monde, y tendió una soga de pólvora hasta Buenos Aires, donde
estaba anudada a una bomba con su pasado reciente. Enz se asesoró, confrontó a
Maciel con las pruebas, le ofreció ayuda profesional, y lo puso a producir en
segundo plano, para que pudiera seguir escribiendo.
—Nahuel tiene una capacidad de producción como pocos. Puede
escribir un suplemento de doce páginas por día, si quiere. Además, porque le
vuela el mate. Y le encanta jugar así, al límite entre la verdad y la ficción
–dice Enz, mientras su coche traquetea por calles de tierra, en las afueras de
Paraná, antes de tomar la ruta hacia Gualeguaychú.
“Él había caído en desgracia y yo necesitaba gente que
escribiera. No podía escribir un suplemento por día los siete días de la
semana: ni me interesaba ni era mi rol. Entonces me dieron a Nahuel. Hacíamos
un suplemento que se llamaba Chau chau cocina, y a lo mejor, ponele,
paralelamente, nos tocaba hacer uno sobre Evita. O sobre Perón. Y él escribía,
desde textos sobre los funerales de Evita hasta unas notas espectaculares sobre
vinos. Vos pensá que no se podía googlear. No era que él entraba a una
computadora y se ponía a cortar y pegar. Él se sentaba en una máquina, te hacía
la nota y te la traía, escrita magistralmente”, recuerda Canalis.
* * *
“Google es el oráculo de los mediocres”, me dice Nahuel
Maciel otro lunes, frente al mismo río.
Es la segunda vez que nos vemos. Maciel no ha cambiado su
opinión respecto de la nota. No le interesa hablar del pasado. “No es una
película –dice–, yo al principio pensé que era una película, pero esto no tiene
final feliz”.
Le digo que su presente parece contradecirlo. Que se lo ve
entero. Que parece feliz.
—Claro, yo soy muy feliz. ¿Para qué tener una charla,
entonces? ¿Para qué pelearme con un sentimiento, si después sale publicada
cualquier cosa? Tengo una actitud que es reparadora: hacer lo que tengo que
hacer, de la mejor manera posible, sabiendo que no tengo margen para el más
puto error. Vos podés escribir una crónica y olvidarte una cita, y no pasa nada.
Yo no puedo. ¿Entendés? No tengo derecho al olvido.
“Hay cosas con las que no podría convivir; con eso puedo
convivir. No sé si está bien o está mal: a mí me joden otras cosas. Pero yo vi
un veneno terrible. Cuando llegaron detalles de la situación de él, hubo gente
que hizo causa común. Gente que decía: ‘Nos estafó a todos’. Y yo decía: ‘¿Pero
desde qué lado…?’”, recuerda Alfredo Ibarrola una mañana de septiembre de 2011,
tres meses antes de ser nombrado secretario de Cultura de Paraná por su
extensísima experiencia en el área. Ahora, en la vieja estación de trenes donde
funciona su oficina, Ibarrola regresa a esa época, hace diecisiete años, en la
que lidiaba con su separación, con la muerte de su padre y con la distribución
del diario Hora Cero. Durante algunos meses, Ibarrola alojó a Maciel en una
casita que había alquilado en calle Misiones, en Paraná. Ambos compartieron,
simultáneamente, el hogar y la intemperie: los dos asistían entonces al
derrumbe de lo que habían sido sus vidas hasta hace muy poco. Ibarrola
disfrutaba de estar con Maciel, cuenta, de su humor ácido y de su conversación,
y no hacía demasiadas preguntas. Tenía suficiente con sus propios demonios.
—Yo estaba tratando de no caer en la depresión, mis hijos me
daban mucha mano y Nahuel fue uno de los tipos que estuvieron ahí, que se
quedaron cerca. Después en un momento tomó su rumbo. Cuando termina Hora Cero,
él se va a Concepción del Uruguay. Ahí conoce a su actual mujer, tuvo un hijo,
tuvo una hijita. Cuando retomé el contacto, ya estaba en Gualeguaychú hace
varios años. Lo vi estabilizado como persona, ya fuera del personaje. Lo que
pasa es que yo también veía que había cosas que lo perseguían y que lo van a
seguir persiguiendo de por vida.
Me digo que es una exageración: que los periodistas que
llegan a Maciel buscando a ese impostor fabuloso, y lo reconstruyen tal como
necesitan que sea y no como es, no son enviados por los dioses del olimpo
periodístico a comerle el hígado, como castigo, cada vez que le crece uno
nuevo. Que haber desafiado –desconocido, burlado, actuado como si no
existieran– los códigos de un sistema que se propone representar ‘la realidad’,
no es lo mismo que revelar el secreto del fuego. Que es un despropósito hablar
de Prometeo, o de su análogo Loki, ese personaje camaleónico de la mitología
nórdica, de maldad atenuada, que se mezcló libremente con los dioses, los
estafó, y fue castigado. Pero uno a veces necesita recurrir a los mitos, para
que el propio relato no se convierta en uno. Porque hay una lógica de fábula
que persiste en esta historia si evadimos la comodidad del maniqueísmo: Nahuel
Maciel, haya sido o no su voluntad, terminó revelando que ese olimpo también
estaba construido de palabras y de creencias, que esas proezas y esas
jerarquías también eran obra de unos hombres y de sus ambiciones. Que también
se cree porque se quiere creer.
—Nahuel nos marcó a todos, porque interactuó con todos. Era
tan Zelig, que con cada uno se relacionaba desde otro lugar. Era un poco la
exacerbación del personaje de cada uno. Los varones grandes, por ejemplo, lo
tenían allá, a la distancia. Creo que les puso un espejo a todos. El espejo de
la propia invención que uno hace de uno mismo, ¿no? Todos hacemos un personaje.
Y si no tenés eso más o menos claro… Cuando te ponen frente a ese espejo, sobre
todo a los varones, a los machos alfa de la redacción, les provocaba un pánico,
un terror.
Canalis tantea su atado de cigarrillos de arriba de la mesa.
Saca uno. Lo enciende. Exhala.
—Me parece que lo que pasó fue eso: que fue un espejo para
todos. Y los que estábamos más o menos bien de la cabeza, o peor, pudimos no
asustarnos con ese espejo –dice, y se queda unos segundos en silencio.
Alrededor hay menos ruido. Son casi las 14:00.
En Paraná, la agitación de mediodía cede lugar a la siesta.