Por Ryszard Kapuscinski*
El periodismo
está atravesando una gran revolución electrónica. Las nuevas técnicas
facilitan enormemente nuestro trabajo, pero no ocupan su lugar. Todos
los problemas de nuestra profesión, nuestras cualidades, nuestro
carácter artesanal, permanecen inalterables. Cualquier descubrimiento o
avance técnico pueden, ciertamente, ayudarnos, pero no pueden ocupar el
espacio de nuestro trabajo, de nuestra dedicación a éste, de nuestro
estudio, de nuestra exploración y búsqueda.
En nuestro oficio hay algunos elementos específicos muy importantes.
El
primer elemento es una cierta disposición a aceptar el sacrificio de
una parte de nosotros mismos. Es ésta una profesión muy exigente. Todas
lo son, pero la nuestra de manera particular. El motivo es que nosotros
convivimos con ella veinticuatro horas al día. No podemos cerrar nuestra
oficina a las cuatro de la tarde y ocuparnos de otras actividades. Este
es un trabajo que ocupa toda nuestra vida, no hay otro modo de
ejercitarlo. O, al menos, de hacerlo de un modo perfecto. Hay que decir,
naturalmente, que puede desempeñarse de forma plena en dos niveles muy
distintos.
A nivel artesanal, como le sucede al noventa por ciento
de los periodistas, no se diferencia en nada del trabajo común de un
zapatero o de un jardinero. Es el nivel más bajo.
Pero luego hay
un nivel más elevado, que es el más creativo: es aquel en que, en el
trabajo, ponemos un poco de nuestra individualidad y de nuestras
ambiciones. Y esto requiere verdaderamente toda nuestra alma, nuestra
dedicación, nuestro tiempo.
El segundo elemento de nuestra
profesión es la constante profundización en nuestros conocimientos. Hay
profesiones para las que, normalmente, se va a la universidad, se
obtiene un diploma y ahí se acaba el estudio. Durante el resto de la
vida se debe, simplemente, administrar lo que se ha aprendido. En el
periodismo, en cambio, la actualización y el estudio constantes son la conditio sine qua non.
Nuestro
trabajo consiste en investigar y describir el mundo contemporáneo, que
está en un cambio continuo, profundo, dinámico y revolucionario. Día
tras día, tenemos que estar pendientes de todo esto y en condiciones de
prever el futuro. Por eso es necesario estudiar y aprender
constantemente.
Tengo muchos amigos de una gran calidad
junto a los que empecé a ejercer el periodismo y que a los pocos años
fueron desapareciendo en la nada. Creían mucho en sus dotes naturales,
pero esas capacidades se agotan en poco tiempo; de manera que se
quedaron sin recursos y dejaron de trabajar.
Hay una
tercera cualidad importante para nuestra profesión, y es la de no
considerarla como un medio para hacerse rico. Para eso hay otras
profesiones que permiten ganar mucho más, y más rápidamente. Al empezar,
el periodismo no da muchos frutos. De hecho, casi todos los periodistas
principiantes son gente modesta y durante bastantes años no gozan de
una situación económica muy boyante (N. del E.: estable, a flote). Se
trata de una profesión con una precisa estructura feudal: se sube de
nivel sólo con la edad, y se requiere tiempo. Podemos encontrar muchos
periodistas jóvenes llenos de frustraciones, porque trabajan mucho por
un salario muy bajo, y luego pierden su empleo y a lo mejor no consiguen
encontrar otro. Todo esto forma parte de nuestra profesión.
Por
lo tanto, tengan paciencia y trabajen. Nuestros lectores, oyentes,
telespectadores son personas muy justas, que reconocen enseguida la
calidad de nuestro trabajo y, con la misma rapidez, empiezan a asociarla
con nuestro nombre; saben que de ese nombre van a recibir un buen
producto. Ese es el momento en que se convierte uno en un periodista
estable. No será nuestro director quien lo decida, sino nuestros
lectores.
Para llegar hasta aquí, sin embargo, son necesarias esas
cualidades de las que he hablado al principio, sacrificio y estudio
(...).
En general, los periodistas se dividen en dos
grandes categorías. La categoría de los siervos de la gleba y la
categoría de los directores. Estos últimos son nuestros patronos, los
que dictan las reglas; son los reyes, deciden. Yo nunca he sido
director, pero sé que hoy no es necesario ser periodista para estar al
frente de los medios de comunicación. En efecto, la mayoría de los
directores y de los presidentes de las grandes cabeceras y de los
grandes grupos de comunicación no son, en modo alguno, periodistas. Son
grandes ejecutivos.
La situación empezó a cambiar en el momento en
el que el mundo comprendió, no hace mucho tiempo, que la información es
un gran negocio.
Antaño, a principios de siglo, la información
tenía dos caras. Podía centrarse en la búsqueda de la verdad, en la
individualización de lo que sucedía realmente, y en informar a la gente
de ello, intentando orientar a la opinión pública. Para la información,
la verdad era la cualidad principal.
El segundo modo de
concebir la información era tratarla como un instrumento de lucha
política. Los periódicos, las radios, la televisión en sus inicios, eran
instrumentos de diversos partidos y fuerzas políticas en lucha por sus
propios intereses. Así, por ejemplo, en el siglo XIX, en Francia,
Alemania o Italia, cada partido y cada institución relevante tenía su
propia prensa. La información, para esa prensa, no era la búsqueda de la
verdad, sino ganar espacio y vencer al enemigo particular.
En
la segunda mitad del siglo XX, especialmente en los últimos años, tras
el fin de la Guerra Fría, con la revolución de la electrónica y de la
comunicación, el mundo de los negocios descubre de repente que la verdad
no es importante, y que ni siquiera la lucha política es importante:
que lo que cuenta, en la información, es el espectáculo.
Y
una vez que hemos creado la información-espectáculo, podemos vender
esta información en cualquier parte. Cuanto más espectacular sea la
información, más dinero podemos ganar con ella.
De esta
manera, la información se ha separado de la cultura: ha comenzado a
fluctuar en el aire; quien tenga dinero puede tomarla, difundirla y
ganar más dinero todavía. Por tanto, hoy nos encontramos en una era de
la información completamente distinta. En la situación actual, es éste
el hecho novedoso.
Y éste es el motivo por el que, de
pronto, al frente de los más grandes grupos televisivos encontramos a
gente que no tiene nada que ver con el periodismo, que sólo son grandes
hombres de negocios, vinculados a grandes bancos o a compañías de
seguros o a cualquier otro ente provisto de mucho dinero. La información
ha empezado a “rendir”, y a rendir a gran velocidad.
La actual, por tanto, es una situación en la que en el mundo de la información está entrando cada vez más dinero.
Hay
otro problema, además. Hace cuarenta, cincuenta años, un joven
periodista podía ir a su jefe y plantearle sus propios problemas
profesionales: cómo escribir, cómo hacer un reportaje en la radio o en
la televisión. Y el jefe, que generalmente era mayor que él, le hablaba
de su propia experiencia y le daba buenos consejos.
Ahora,
intenten acudir a Mr. Turner, que en su vida ha ejercido el periodismo y
que rara vez lee los periódicos o mira la televisión: no podrá darles
ningún consejo, porque no tiene la más mínima idea de cómo se realiza
nuestro trabajo. Su misión y su regla no son mejorar nuestra profesión,
sino únicamente ganar más.
Para estas personas, vivir la vida de
la gente común y corriente no es importante ni necesario; su posición no
está basada en la experiencia del periodista, sino en la de una máquina
de hacer dinero.
Para los periodistas, que trabajamos con
las personas, que intentamos comprender sus historias, que tenemos que
explorar y que investigar, la experiencia personal es, naturalmente,
fundamental. La fuente principal de nuestro conocimiento periodístico
son “los otros”. Los otros son los que nos dirigen, nos dan sus
opiniones e interpretan para nosotros el mundo que intentamos comprender
y describir.
No hay periodismo posible al margen de la
relación con los otros seres humanos. La relación con los seres humanos
es el elemento imprescindible de nuestro trabajo. En nuestra profesión,
es indispensable tener nociones de psicología, hay que saber cómo
dirigirse a los demás, cómo tratar con ellos y comprenderlos.
Creo
que para ejercer el periodismo hay que ser, ante todo, un buen hombre, o
una buena mujer; buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser
buenos periodistas. Si se es una buena persona, se puede intentar
comprender a los demás: sus intenciones, su fe, sus intereses, sus
dificultades, sus tragedias. Y convertirse, inmediatamente, en parte de
su destino. Es una cualidad que en psicología se denomina “empatía”.
Mediante la empatía, se puede comprender el carácter del propio
interlocutor y compartir de forma natural y sincera el destino de los
problemas de los demás.
En ese sentido, el único modo
correcto de hacer nuestro trabajo es desaparecer, olvidarnos de nuestra
existencia. Existimos solamente como individuos que existen para los
demás, que comparten con ellos sus problemas e intentan resolverlos, o
al menos, describirlos.
El verdadero periodismo es
intencional, a saber: aquel que se fija un objetivo y que intenta
provocar algún tipo de cambio. No hay otro periodismo posible. Hablo,
obviamente, del buen periodismo. Si leen los escritos de los mejores
periodistas –las obras de Mark Twain, de Ernest Hemingway, de Gabriel
García Márquez–, comprobarán que se trata siempre de periodismo
intencional. Están luchando por algo. Narran para alcanzar, para obtener
algo. Esto es muy importante en nuestra profesión. Ser buenos y
desarrollar en nosotros mismos la categoría de la empatía.
Sin
estas cualidades pueden ser buenos directores, pero no buenos
periodistas. Y esto es así por una razón muy simple: porque la gente con
la que tienen que trabajar –y nuestro trabajo de campo es un trabajo
con la gente– descubrirá inmediatamente sus intenciones y su actitud
hacia ella. Si perciben que son arrogantes, que no están interesados
realmente en sus problemas, si descubren que fueron hasta allí tan sólo
para hacer unas fotografías o recoger un poco de material, las personas
reaccionarán inmediatamente de forma negativa. No les hablarán, no los
ayudarán, no les contestarán, no serán amigables. Y, evidentemente, no
les proporcionarán el material que buscan.
Y s in la ayuda
de los otros no se puede escribir un reportaje. No se puede escribir
una historia. Todo reportaje –aunque esté firmado sólo por quien lo ha
escrito– es en realidad el fruto del trabajo de muchos. El periodista es
el redactor final, pero el material ha sido proporcionado por
muchísimos individuos. Todo buen reportaje es un trabajo colectivo, y
sin un espíritu de colectividad, de cooperación, de buena voluntad, de
comprensión recíproca, escribir es imposible.
Extracto del capítulo “Ismael sigue navegando”, del libro sutitulado "Sobre el buen periodismo"
*Fue reportero desde la adolescencia y candidato al Nobel de Literatura varias veces. Gabriel García Márquez lo llamó “Maestro”, y John Le Carré, “el enviado de Dios”. Murió el 23 de enero, a los 74 años. Era polaco, hablaba siete idiomas, cubrió 17 revoluciones y estuvo cuatro veces ante un pelotón de fusilamiento. Escribió para The New York Times y la revista Press lo nombró Periodista del Siglo.